viernes, 10 de octubre de 2008

Viento a favor, corriente en contra CAPÍTULO 8


Cuando volvió a la ciudad, a la rutina diaria, no dejó de pensar en María ni un solo minuto. Echaba de menos sus largas conversaciones con ella, la soledad de aquel lugar, la tranquilidad que se respiraba en el campo, por lo que decidió alargar sus vacaciones y seguir conociendo otros lugares, lugares exóticos, lugares alejados del ruido y la locura de la gran ciudad. No se lo pensó dos veces, se fué a la gran terminal de tren que tan bien conocía y se montó en el primer tren hacia un lugar desconocido. No fué dificil elegir el correcto, se plantó frente al panel de salidas con su caja de madera a cuestas y dió un repaso rápido al listado de los trenes de la tarde. En el momento que vió uno que iba a un lugar del que nunca había oído hablar y donde apenas había cola para comprar billete. Esto es justo lo que necesito, pensó, un lugar solitario donde pensar, donde volver a encontrar gente que me hable como si fuera de su propia familia.

Sin pensárselo dos veces, pagó su billete y subió al tren.

Se pasó casi todo el trayecto nerviso, sin poder dormir, pensando en qué haría una vez llegado a su destino, que gente se encontraría, qué historias le contarían esta vez. Pero no pudo evitar su decepción nada mas asomarse por la ventana, antes incluso de pisar el andén. Era un sitio perfecto, sí, tal y como lo había imaginado, un lugar pequeño como aquel en el que conoció a María, pero había un problema, había algo en aquel lugar que no le acababa de gustar, enseguida se dió cuenta de que era.

Aquel lugar estaba lleno de luces, de banderas de colores, de vasos y botellas tirados por todas partes... Por alguna extraña razón, la gente de aquel lugar se comportaba de forma ruidosa y grotesca. Manda cojones, pensó, venir a relajarme al culo del mundo y encontrarme los dos cachetes de fiesta, ¿Se puede ser mas desgraciado?

Pero entonces vió algo que le hizo ver la luz, o al menos, imaginar una solución ante tal decepción. Vió como un grupo de gente, mochila a la espalda, abandonaba el pueblo dirigiéndose a la montaña, camino arriba, en busca de la paz, y no se lo pensó dos veces, cargó su caja en su espalda y se alejó de aquella locura de calles manchadas de restos de alcohol, vomiteras matutinas y sangre de la vaquilla torturada la noche anterior. Y se encaminó al monte, a reunirse consigo mismo, con el recuerdo de María, con la paz interior. Caminó durante horas, incluso se cruzó con algunos paseantes que, como él, buscaban alejarse del ruido humano, pero siguió caminando, hasta que encontró lo que buscaba.

Era un paraje de cuento, lleno de verde hierba junto a un lago, rodeado por un sinfín de árboles tan altos y espesos que en algunos puntos no dejaban ver el sol, dejando el bosque en una tranquila e inquietante penunbra. Dejó su caja en el suelo y se tumbó a ver las nubes pasar, imaginando distintas formas que parecían hechas de algodón: Un árbol, un sombrero, una flor...

Pensó que no podría haber un lugar mejor para vivir, al menos eso le pareció durante la primera hora, pero pronto se dió cuenta que la soledad, tan placentera y solitaria en muchos momentos, se tornaba lenta, pesada y aburrida al paso de las horas. Además, pensó, aquí nunca encontraré mi María, mi alma gemela, nadie con quien compartir una charla, un beso, un pensamiento... ¿Quién anudará el lazo de mi pajarita cuando se tuerza? ¿Quién engrasará mis metálicas articulaciones cuando chirríen? ¿Podré soportar el vivir solo?


Tristemente, se dió cuenta que no podía quedarse allí, que necesitaba a esos seres de blanda piel a los que tanto le costaba entender. Tristemente, se dió cuenta que, aún con el viento a favor, tenía la corriente en contra. Siempre dependería de ellos, en mayor o menor grado, por lo que no tenía mas opción que tratar de comprenderlos, de intentar adaptarse, de vivir entre ellos. Entonces lo vió claro, debía volver a la ciudad. Volvió a cargar su caja sobre sus hombros y pensó:


Si de verdad existe un Dios, me lo paso por la punta de mi nariz de madera...

Que habré hecho yo para merecer esto...


Besitos de madera.

1 comentario:

SILVIA dijo...

Pobre Monchito...
La triste realidad, es que pese a lo que nos empeñemos en aparentar, los seres humanos necesitamos los unos de los otros para sobrevivir.
Que iluso aquel que se cree autosuficiente, que vida mas perra la de aquellos que se creen el ombligo del mundo.
Animo Monchito, to p'alante!! Que p'atras, ni pa tomar impulso.
Mil besitos!!!